No sé por qué nunca me había parado a escribir sobre ella
antes. Se me ha venido ahora a la mente la idea de dibujar con palabras a la
persona que mejor conozco, y con la que más tiempo he pasado en estos dieciséis
años de vida. Conocí a mi mejor amiga cuando ambas teníamos tan sólo tres años.
Supongo que fueron casualidades del destino, sincronías y eventualidades las
que hicieron que llegásemos a ser casi hermanas. De mis recuerdos en mi primer
colegio apenas puedo rescatar un par de imágenes borrosas, nubes grises del
pasado que ahora difícilmente puedo conjurar con claridad. Sus mechas rubias y
sus ojos marrones. Andrea era, y ha sido siempre una niña tímida, pero alegre.
Andrea era, ha sido, y siempre será mejor persona que yo.
En nuestros primeros años de educación primaria nos
dedicamos a explotar hormigueros en el patio del colegio, y a saludar a voz en
grito a los extraños que pasaban tras los muros grises de nuestra pequeña
prisión de sueños. El universo más allá de aquellas paredes se asemejaba
inhóspito y misterioso, y durante unos años las clases y los primeros amigos
fueron suficientes para saciar nuestra curiosidad hacia el mundo. Durante aquel
tiempo erigimos los pilares de la que iba a ser una amistad sostenida por lazos
creados a base de años y años de intimidad. Vivíamos en un mundo de dos. No
había nadie más que pudiese entrar en nuestra pequeña pero sólida burbuja.
‘Paula y Andrea’ ‘Andrea y Paula’ se convirtieron en palabras que iban
necesariamente unidas de la mano. Uno de los recuerdos que más ha perdurado en
mi memoria a través de los años es la cómica imagen que protagonizábamos mi
mejor amiga y yo cada día a la salida del colegio. Salíamos a las cuatro y
media después de un día lleno de nuevas lecciones, y Jesús, el padre de Andrea,
y Victoria, mi madre, venían a recogernos. Andrea y yo salíamos charlando
animadamente, a menudo cogidas de la mano, y cuando era hora de irse a casa,
nos negábamos a soltarnos y tirábamos, empujábamos y pataleábamos entre risas
con nuestros padres, cogidas siempre de la muñeca. Al cabo de minutos de ardua
lucha por parte de nuestros progenitores, nos separábamos sudorosas, con una
sonrisa leve flotando en los labios, y nos íbamos a casa, a esperar al día
siguiente. Nunca he sido tan feliz como en aquellos años que viví con Andrea,
cuando tan solo ella y yo conformábamos el núcleo de la vida. Nunca he sido tan
ignorante como entonces, y sé que nunca volveré a ser tan libre.
Pasaron años de clases, cursos, profesores y amigos.
Conocimos gente nueva y el grupo de chicas que constituía nuestro pequeño
universo creció. Nos peleamos de vez en cuando. Conocimos el primer amor, y nos
dedicamos a jugar a ‘polis y cacos’ con los chicos de clase. Aprobamos sin
dificultades, sin apenas estudiar, sin apenas imaginar lo que se nos vendría
encima años después. Disfrutábamos de las clases de Educación Física, corriendo
veloces por el patio del colegio. Éramos criaturas libres, desinhibidas, que no
necesitaban romper la monotonía de sus días, porque cada hora y cada minuto parecía
distinto del anterior.
Andrea y yo cumplimos años como el resto del mundo, lenta
pero inexorablemente. En el 2008 le dijimos adiós a la escuela primaria. Las
puertas del instituto se abrieron de par en par ante nosotras. Nos sentíamos
increíblemente maduras, adultas, conscientes del mundo y de su envergadura. Me
río de aquellos sentimientos ahora como me reiré de estas palabras dentro de
cinco años. El tiempo roba y destruye la memoria de los necios, y en aquella
época de los doce años, todos nos volvimos un poco locos. Nos emborrachó la
promesa de un nuevo comienzo que nos brindaba secundaria. Andrea y yo nos
bebimos todos los días de nuestro primer año como estudiantes de la ESO,
disfrutamos y machacamos hasta la última gota de vida que teníamos y explotamos
y apuramos aquel último verano de inocencia. Hasta que yo me fui.
No voy a hablar del año que viví en Inglaterra, porque me
llevaría hojas y litros de tinta explicarlo todo. Solo sé que mi mejor amiga y
yo sobrevivimos al lapsus de diez meses que nos separó. Hablábamos a través de
correos kilométricos y de video llamadas de horas. Si nuestra amistad aún tenía
margen para fortalecerse, estoy segura de que aquel año lo consiguió.
Cuando volvimos a reencontrarnos en tercero nos sorprendió
lo poco que habían cambiado las cosas. Éramos más guapas y más altas, y un par
de años de instituto habían abierto nuestras mentes. La carrera hacia el
bachillerato la recuerdo confusa y distante. Seguíamos compartiendo los mismos
secretos de antaño, las mismas emociones y vivencias, los nuevos comienzos. Nos
enamoramos unas cuantas veces de personas diferentes. Vivimos muertes y
nacimientos, y las dos abandonamos los mismos sueños que habíamos compartido
durante más de una década. ‘Ducay, Esteban’ siempre se sentaban juntas en
clase. Como ya he dicho, coincidencias del destino.
De vez en cuando pasamos por delante de un espejo o nos
reflejamos en los escaparates o en las ventanas de los coches. Me sorprende la
certeza de que sigue a mi lado, a pesar de todo lo que hemos cambiado, por
dentro y por fuera. Si nos miras, nos verás sentadas en clase, riéndonos,
atentas, distraídas y jóvenes. A diferencia de muchas chicas, no tenemos
siglas, ni números, ni motes. No tenemos nada más allá de los años que hemos
vivido, y los que nos quedan. De nuestra amistad rayana en lo imprescindible,
construida a base de recuerdos y sueños. A base de silencios que han aprendido
a desprenderse de las palabras.
P.