Hoy me he levantado echándote de menos. Y claro, ¿cómo no iba a hacerlo? Es tres de enero. Hoy se cumple un año y tres meses desde que te fuiste y nos dejaste aquí sólos, a todos los que te queríamos. A todos los que vivimos bajo tu luz, tu sonrisa y tus anécdotas. Creo que a veces la gente de este mundo se olvida de lo que de verdad importa, abuela. De todas las cosas que nos hacen sentir vivos. Las mismas cosas que pueden matarnos. Como dice Robert James Waller en el prólogo de uno de mis libros favoritos y una de las mejores historias que he leído:
"En un mundo cada vez más insensible, todos hemos desarrollado caparazones contra la sensiblería. No sé bien dónde termina la gran pasión y empieza el sentimentalismo. Pero nuestra tendencia a mofarnos de la gran pasión, y a tildar de sensibleros los sentimientos genuinos y profundos, dificulta la entrada al reino de la delicadeza."
Creo que tiene razón. Yo misma me aferro al cinismo unas mil veces al día, por miedo a que alguien pueda destrozar ese caparazón que todos llevamos puesto. Aún así se me está cayendo la coraza. No voy a convertirme en una romántica de la noche a la mañana, y nunca lo haré. Creo que la lógica y la poesía han firmado un pacto en mi cabeza para dejar de pelearse. Cada día me falla la voz un poco menos, y aún así no he conseguido desprenderme del dolor. Te quiero, y creo que no te lo dije suficiente. Quizá ninguno de nosotros pudo prever lo que te pasó, la manera tan cruel que tuvo la naturaleza de reducirte a poco más que piel y huesos antes de quitarte la vida. Aún te recuerdo, la mañana del día de tu muerte. El suave "hola" que se escapó de tus labios. La última palabra que me dijiste. Como posé mis labios en tu frente por última vez, y como huí de aquella habitación porque no podía verte así. Y si, huía. Huía por miedo a perder a la persona que tanto me había enseñado. Huía porque no me cabía en la cabeza que alguien tan, tan fuerte como tú lo habías sido siempre se nos estuviese yendo.
Te echo de menos, mucho.
Te quiero.
P.