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miércoles, 27 de febrero de 2013

Ella.


No sé por qué nunca me había parado a escribir sobre ella antes. Se me ha venido ahora a la mente la idea de dibujar con palabras a la persona que mejor conozco, y con la que más tiempo he pasado en estos dieciséis años de vida. Conocí a mi mejor amiga cuando ambas teníamos tan sólo tres años. Supongo que fueron casualidades del destino, sincronías y eventualidades las que hicieron que llegásemos a ser casi hermanas. De mis recuerdos en mi primer colegio apenas puedo rescatar un par de imágenes borrosas, nubes grises del pasado que ahora difícilmente puedo conjurar con claridad. Sus mechas rubias y sus ojos marrones. Andrea era, y ha sido siempre una niña tímida, pero alegre.

Andrea era, ha sido, y siempre será mejor persona que yo.

En nuestros primeros años de educación primaria nos dedicamos a explotar hormigueros en el patio del colegio, y a saludar a voz en grito a los extraños que pasaban tras los muros grises de nuestra pequeña prisión de sueños. El universo más allá de aquellas paredes se asemejaba inhóspito y misterioso, y durante unos años las clases y los primeros amigos fueron suficientes para saciar nuestra curiosidad hacia el mundo. Durante aquel tiempo erigimos los pilares de la que iba a ser una amistad sostenida por lazos creados a base de años y años de intimidad. Vivíamos en un mundo de dos. No había nadie más que pudiese entrar en nuestra pequeña pero sólida burbuja. ‘Paula y Andrea’ ‘Andrea y Paula’ se convirtieron en palabras que iban necesariamente unidas de la mano. Uno de los recuerdos que más ha perdurado en mi memoria a través de los años es la cómica imagen que protagonizábamos mi mejor amiga y yo cada día a la salida del colegio. Salíamos a las cuatro y media después de un día lleno de nuevas lecciones, y Jesús, el padre de Andrea, y Victoria, mi madre, venían a recogernos. Andrea y yo salíamos charlando animadamente, a menudo cogidas de la mano, y cuando era hora de irse a casa, nos negábamos a soltarnos y tirábamos, empujábamos y pataleábamos entre risas con nuestros padres, cogidas siempre de la muñeca. Al cabo de minutos de ardua lucha por parte de nuestros progenitores, nos separábamos sudorosas, con una sonrisa leve flotando en los labios, y nos íbamos a casa, a esperar al día siguiente. Nunca he sido tan feliz como en aquellos años que viví con Andrea, cuando tan solo ella y yo conformábamos el núcleo de la vida. Nunca he sido tan ignorante como entonces, y sé que nunca volveré a ser tan libre.



Pasaron años de clases, cursos, profesores y amigos. Conocimos gente nueva y el grupo de chicas que constituía nuestro pequeño universo creció. Nos peleamos de vez en cuando. Conocimos el primer amor, y nos dedicamos a jugar a ‘polis y cacos’ con los chicos de clase. Aprobamos sin dificultades, sin apenas estudiar, sin apenas imaginar lo que se nos vendría encima años después. Disfrutábamos de las clases de Educación Física, corriendo veloces por el patio del colegio. Éramos criaturas libres, desinhibidas, que no necesitaban romper la monotonía de sus días, porque cada hora y cada minuto parecía distinto del anterior.

Andrea y yo cumplimos años como el resto del mundo, lenta pero inexorablemente. En el 2008 le dijimos adiós a la escuela primaria. Las puertas del instituto se abrieron de par en par ante nosotras. Nos sentíamos increíblemente maduras, adultas, conscientes del mundo y de su envergadura. Me río de aquellos sentimientos ahora como me reiré de estas palabras dentro de cinco años. El tiempo roba y destruye la memoria de los necios, y en aquella época de los doce años, todos nos volvimos un poco locos. Nos emborrachó la promesa de un nuevo comienzo que nos brindaba secundaria. Andrea y yo nos bebimos todos los días de nuestro primer año como estudiantes de la ESO, disfrutamos y machacamos hasta la última gota de vida que teníamos y explotamos y apuramos aquel último verano de inocencia. Hasta que yo me fui.

No voy a hablar del año que viví en Inglaterra, porque me llevaría hojas y litros de tinta explicarlo todo. Solo sé que mi mejor amiga y yo sobrevivimos al lapsus de diez meses que nos separó. Hablábamos a través de correos kilométricos y de video llamadas de horas. Si nuestra amistad aún tenía margen para fortalecerse, estoy segura de que aquel año lo consiguió.

Cuando volvimos a reencontrarnos en tercero nos sorprendió lo poco que habían cambiado las cosas. Éramos más guapas y más altas, y un par de años de instituto habían abierto nuestras mentes. La carrera hacia el bachillerato la recuerdo confusa y distante. Seguíamos compartiendo los mismos secretos de antaño, las mismas emociones y vivencias, los nuevos comienzos. Nos enamoramos unas cuantas veces de personas diferentes. Vivimos muertes y nacimientos, y las dos abandonamos los mismos sueños que habíamos compartido durante más de una década. ‘Ducay, Esteban’ siempre se sentaban juntas en clase. Como ya he dicho, coincidencias del destino.

De vez en cuando pasamos por delante de un espejo o nos reflejamos en los escaparates o en las ventanas de los coches. Me sorprende la certeza de que sigue a mi lado, a pesar de todo lo que hemos cambiado, por dentro y por fuera. Si nos miras, nos verás sentadas en clase, riéndonos, atentas, distraídas y jóvenes. A diferencia de muchas chicas, no tenemos siglas, ni números, ni motes. No tenemos nada más allá de los años que hemos vivido, y los que nos quedan. De nuestra amistad rayana en lo imprescindible, construida a base de recuerdos y sueños. A base de silencios que han aprendido a desprenderse de las palabras.
P.