16 de enero del 2012.
He visto los
edificios más altos al lado de las miradas más pobres. He conducido por
carreteras donde el único sonido era el gemir del viento. He mirado cara a cara
a la muerte y he visto llorar a las personas más fuertes. Me he tirado hasta
las tantas de la madrugada escuchando hablar a periodistas que sabían secretos
que nadie debería saber. Durante quince años todos los días he visto el
telediario de las tres. Eso son 5475 telediarios. Muchas noticias, algunas
malas, otras buenas. He pisado nueve países, cada cual mas distinto. Tres
continentes. Hablo 2 idiomas. He respirado el aire más húmedo y el más seco. He
rozado con las puntas de mis dedos maravillas como el muro de Berlín o La
Muralla China. He visto Nueva York desde su punto más alto. Debo de haber leído
más diez veces mi libro favorito, sólo para tratar de entender porqué me gustó
tanto la primera vez. Tengo amigos en siete países diferentes. Sé que un año de
estos escalaré la tercera montaña más alta del mundo. He escuchado las
anécdotas más divertidas e inverosímiles de los que más saben; los viejos. Le
guardo los secretos a la gente y soy la mejor amiga de los gatos callejeros.
Llevo diez años estudiando y sigo sin entender las matemáticas, pero hay cosas
sin las que no podría vivir. ¿Un ejemplo? La biología. Los libros, las palabras
y mis profesores. Guardo en un cajón de mi mente cien secretos y más de mil
mentiras. Un día de estos me escaparé de casa, iré a mi sitio favorito en el
mundo; Madrid, y volveré cabizbaja y arrepentida, cómo la gente que se escapa y
no se da cuenta de que todo lo que necesita lo tiene delante de sus narices,
pero hay que saber encontrarlo.
Todo esto se
me ocurría un lunes lluvioso, justo al salir del instituto, cuando volvía
andando a casa. Un 16 de enero de un año
que se asomaba a los límites del tiempo con ojos fríos y malas intenciones. Un
año en el que el sufrimiento estaba garantizado. Un año que casi no había
empezado y al que todos teníamos miedo. Aún así, y a pesar de lo grande que te
parece el mundo cuando tienes quince años, un día todo cambia. Tu mundo se
altera. Aquel día me miré al espejo, y comprendí que llega un día en el que ves
tu reflejo y, te guste o no en quién te has convertido, ya es demasiado tarde,
porque has crecido y no hay nada que puedas hacer. Eres quién eres, tus
pensamientos y tus ideas ya han tomado forma. Descubres que tienes voz, y que
algún día, tarde o temprano, tendrás que utilizarla. Ese es el día en el que
empiezas a dejar de esperar a que llegue el momento oportuno y sales a la calle,
a pesar del mal tiempo, para empezar a vivir.
Aún así, a
pesar de las ganas que te entran cuando empieza el año nuevo de dejar tu huella
en este cochino mundo, aquella traicionera amiga que es la vida, y que sólo te
abandona cuando le pasa el relevo a la muerte, estaba jugando una partida de
póker en la que las fichas eran pedacitos de mi propia suerte. El invierno del
año anterior se tradujo en malas notas, manifestaciones y en la confusión en la
que te dejan sumido tus sueños cuando se alejan. Y esa confusión, poco a poco,
se transforma en inseguridad, hasta que acabas convirtiéndote en algo parecido
a una mariposa. Porque las mariposas no pueden verse las alas. No pueden ver su
propia belleza mientras que el resto del mundo podemos admirarlas tranquilamente.
A veces, las personas somos como las mariposas. No podemos vernos a nosotros
mismo con claridad.
P.
No hay comentarios:
Publicar un comentario