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jueves, 12 de julio de 2012

Tiempo de reflexiones, y reflexiones sobre el tiempo.

Digan lo que digan, la vida pasa rápido. Llega un día en el que miras hacia atrás y de repente te das cuenta de que el tiempo que ha pasado se te ha escapado entre los dedos, y tú no has podido hacer nada para evitarlo. Dieciséis años pueden ser muchos, o pocos, según desde la perspectiva en que se mire. Dieciséis años son muy pocos si nos atrevemos a otear un poco más allá de nuestras narices y, apartando la niebla del futuro, echar un vistazo a los años que nos quedan por vivir. Por otro lado, dieciséis años son muchos si, mirando hacia atrás, somos capaces de rememorar esos momentos vividos, que, guardados en cajas de recuerdos y álbumes de fotos, lo único que hacen es coger polvo en las estanterías de nuestras casas.

A veces, en tardes melancólicas en las que estudiar no apetece y el sol se escurre con una sonrisa burlona cielo abajo, se nos ocurre desempolvar y sacar de los cajones las antiguas fotos de los años a los que ya nunca podremos regresar. Son fotos de sonrisas, sin morritos ni maquillaje, sin libros de física ni problemas de Mendel, sin preocupaciones ni desengaños amorosos, tan solo fantasmas de lo que fuimos un día, memorias de viejos amigos, dedicatorias plagadas de faltas de ortografía, antiguas notas de profesores, letras de canciones, y alguna que otra carta de amor infantil. Mirando viejas fotos te miras a los ojos y te preguntas a ti misma quién era esa niña de mechones rubios y ojos castaños, que agarrada de la mano de su mejor amiga andaba a trompicones por el patio del colegio, explotando hormigueros y viendo como los graciosos y pequeños animalillos trepaban por las espaldas de la gente, que se retorcía con espasmos al sentir el cosquilleo de decenas de bichitos subiéndoles hacia el cuello de la camisa.
P.

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